[Girls, at Play] – Celeste Ng

El juego va así: si es rosa, es un beso; si es rojo, con lengua. Si es verde, te subes la blusa; si es azul, él se baja el pantalón. Si es morado, te lo pones en la boca. Si es negro, es darlo todo.

Lo jugamos durante el recreo, los profesores no se dan cuenta. Nos paramos en el patio de juegos junto al mástil de la bandera, con los brazos cubiertos de las pulseras de colores de las de la farmacia, y esperamos. Los chicos pasan frente a nosotras, amontonados, dándose codazos, riendo. Hacen como que no nos ven. Nosotras hacemos como que no los vemos. Uno de ellos llega y jala la pulsera de alguna, rompiéndolo como una liga de goma, de un tirón, como si rasgara la cuerda de una guitarra. No nos voltea a ver. Regresa caminando por donde vino, rodeando el campo de fútbol. Y la escogida, Angie o Carrie o Mandy, lo ve alejarse. Después de un rato se va detrás de él y lo alcanza bajo las gradas, al otro lado del campo, donde los profesores no alcanzan a ver.

Lo jugamos todos los días. En segundo de secundaria ya estamos muy grandes para cualquier juego de pelota. Este juego no tiene nombre, y no hablamos de él ni siquiera entre nosotras, después de la escuela, cuando los chicos ya se fueron a jugar fútbol o hockey o a repartir el periódico y ya no están los profesores. Pero el juego tiene reglas. Te vas con el chico que te jale la pulsera. No lo escoges a él, él te escoge a ti, y te da igual quién sea. Tienes que hacer exactamente lo que el color diga, incluso si te cae mal, como pasa con Travis Coleman que siempre tiene las uñas mugrosas. No decimos nada más que “hola”. No le decimos a nadie si lo detestamos, si sentimos su lengua como un pescado muerto en la boca, si sus manos nos dejan rastros pegajosos de sudor a los lados del cuerpo. No hablamos con los chicos si no estamos jugando. No hablamos de eso luego, ni nos reímos, ni nada, incluso si somos solo nosotras tres. Hacemos como que nunca pasó. Nos frotamos el pellizco en brazo, la marca roja que dejó el brazalete al romperse, hasta que ya no se siente.

Si le preguntas a cualquier persona en Cleveland, te dirá que las niñas de Lakeview Heights no juegan ese tipo de cosas. Quizá sí lo jueguen por allá en Cleveland Heights, o del otro lado de la ciudad. Quizá sí hay unas cuantas chicas rebeldes en la preparatoria que se ponen más labial frente al retrovisor antes de bajarse del auto y jalarse la minifalda sobre los muslos. Pero definitivamente eso no se juega en la secundaria, donde los niños todavía salen al recreo, donde sus padres todavía les empacan el almuerzo, donde el director Petroski todavía usa el megáfono para guiar el saludo a la bandera. Eso no se juega en este mundo pequeñito y ordenado donde todavía hay juegos y rayuelas pintadas en el piso. Definitivamente aquí no se juega a nada de eso.

Lunes o martes – Virginia Woolf

Perezosa e indiferente, sacudiendo sin esfuerzo el espacio con sus alas, conociendo su camino, la garza pasa sobre la iglesia, bajo el cielo. Blanco y distante, absorto en sí mismo, el cielo cubre y descubre sin descanso, se mueve y permanece. ¿Un lago? ¡Que se esfumen sus riberas! ¿Una montaña? Ah, perfecto, el dorado del sol en sus laderas. De allí desciende. Luego helechos, o plumas blancas, para siempre, siempre…

Desear la verdad, esperarla, destilar laboriosamente algunas palabras, desear por siempre… (se oye un grito a la izquierda, otro a la derecha. Las ruedas chocan, divergentes. Los autobuses se aglomeran conflictivos) … desear siempre … (el reloj afirma con doce nítidas campanadas que es medio día; la luz desprende escamas doradas; los niños se amontonan) … por siempre desear la verdad. Rojo es el color del domo, hay monedas colgando de los árboles; el humo sube en estelas desde las chimeneas; ladridos, clamores, gritos: “Se vende hierro” … ¿Y la verdad?

Irradiando hacia un solo punto, los pies de los hombres y las mujeres, negros y con incrustaciones doradas… (Este clima neblinoso… ¿Azúcar? No, gracias… La mancomunidad del futuro) … la luz de la lumbre sale disparada y pinta de rojo la habitación, salvo las figuras negras y sus ojos brillantes, mientras que afuera descargan una camioneta, doña Fulana toma el té en su escritorio y la vitrina resguarda abrigos de piel…

Alardeadas, con la ligereza de una hoja, a la deriva en las esquinas, enredadas en las ruedas, salpicadas de plata, en casa o fuera de ella, recogidas, desperdigadas, derrochadas en distintas escalas, arrastradas aquí y allá, desgarradas, hundidas, reunidas… ¿Y la verdad?

Y recordar, junto al fuego, el cuadrado de mármol blanco. Desde las profundidades de marfil surgen palabras que se desprenden de su negrura, florecen y penetran. Caído el libro; en la llama, en el humo, en las chispas efímeras… o bien de viaje, el pendiente cuadrado de mármol; debajo, minaretes y los mares de la India, mientras el espacio se arremolina azul y las estrellas emiten destellos… ¿la verdad? ¿Satisfecha con la cercanía?

Perezosa e indiferente, la garza regresa; el cielo vela sus estrellas, luego las desnuda.