El juego va así: si es rosa, es un beso; si es rojo, con lengua. Si es verde, te subes la blusa; si es azul, él se baja el pantalón. Si es morado, te lo pones en la boca. Si es negro, es darlo todo.
Lo jugamos durante el recreo, los profesores no se dan cuenta. Nos paramos en el patio de juegos junto al mástil de la bandera, con los brazos cubiertos de las pulseras de colores de las de la farmacia, y esperamos. Los chicos pasan frente a nosotras, amontonados, dándose codazos, riendo. Hacen como que no nos ven. Nosotras hacemos como que no los vemos. Uno de ellos llega y jala la pulsera de alguna, rompiéndolo como una liga de goma, de un tirón, como si rasgara la cuerda de una guitarra. No nos voltea a ver. Regresa caminando por donde vino, rodeando el campo de fútbol. Y la escogida, Angie o Carrie o Mandy, lo ve alejarse. Después de un rato se va detrás de él y lo alcanza bajo las gradas, al otro lado del campo, donde los profesores no alcanzan a ver.
Lo jugamos todos los días. En segundo de secundaria ya estamos muy grandes para cualquier juego de pelota. Este juego no tiene nombre, y no hablamos de él ni siquiera entre nosotras, después de la escuela, cuando los chicos ya se fueron a jugar fútbol o hockey o a repartir el periódico y ya no están los profesores. Pero el juego tiene reglas. Te vas con el chico que te jale la pulsera. No lo escoges a él, él te escoge a ti, y te da igual quién sea. Tienes que hacer exactamente lo que el color diga, incluso si te cae mal, como pasa con Travis Coleman que siempre tiene las uñas mugrosas. No decimos nada más que “hola”. No le decimos a nadie si lo detestamos, si sentimos su lengua como un pescado muerto en la boca, si sus manos nos dejan rastros pegajosos de sudor a los lados del cuerpo. No hablamos con los chicos si no estamos jugando. No hablamos de eso luego, ni nos reímos, ni nada, incluso si somos solo nosotras tres. Hacemos como que nunca pasó. Nos frotamos el pellizco en brazo, la marca roja que dejó el brazalete al romperse, hasta que ya no se siente.
Si le preguntas a cualquier persona en Cleveland, te dirá que las niñas de Lakeview Heights no juegan ese tipo de cosas. Quizá sí lo jueguen por allá en Cleveland Heights, o del otro lado de la ciudad. Quizá sí hay unas cuantas chicas rebeldes en la preparatoria que se ponen más labial frente al retrovisor antes de bajarse del auto y jalarse la minifalda sobre los muslos. Pero definitivamente eso no se juega en la secundaria, donde los niños todavía salen al recreo, donde sus padres todavía les empacan el almuerzo, donde el director Petroski todavía usa el megáfono para guiar el saludo a la bandera. Eso no se juega en este mundo pequeñito y ordenado donde todavía hay juegos y rayuelas pintadas en el piso. Definitivamente aquí no se juega a nada de eso.